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Telarañas


Alexander Campos

                                     Imagen                                            

Un diamantino halo se introduce como un milagro en la habitación a oscuras. Su resplandor devela las radiantes baldosas conectadas entre sí por gruesas capas de musgo. La cocina, que limpié anoche, llena de inmundos vahos, solo me ofrece un café con olor a bosque, que dejo para más tarde. Una selva y mi apartamento. Ahora no distingo quién se ha tomado a quién con el paso del tiempo. Miro por la ventana. Las autopistas de tres pisos, abajo, se ven concurridas y rutinarias. Tengo que irme. Pero ahora no estoy presentable. No me he bañado, ni pienso hacerlo. El agua, a decir verdad me lastima. Polvorientos hilos penden erguidos del techo. Rasgo una brecha entre ellos, tomo el traje de pana que dejé colgado en el sofá, le sacudo las arañas. Me visto rápido (tanto como puedo). Entonces me doy cuenta de la humedad del traje, su aroma orgánico y descompuesto. Desde que desperté hay un rostro hilvanándose como un tejido de luz en las latitudes de mi mente, brillante y poderoso decorado con un nombre que no recuerdo. Me interesa el resplandor de su piel neonata, en el vacío de mis pensamientos.

La habitación vecina se asoma tímida desde un espejo y un hombre trémulo y adormilado se acomoda las mancuernas con la mano derecha. Se levanta con los ojos hinchados, fijos en mí. Me paso una peineta por lo más superficial de la cabeza, y confío en que sea suficiente. Un poco de loción soluciona el olor a carne descompuesta, al menos mientras recupero mi confianza en el agua. Los labios hipotéticos del rostro se van tejiendo y abultando, tratando de susurrarme aquel nombre como un secreto. El cabello se ha ido alargando en estelas luminosas tras las presuntas orejas.  Vuelvo la vista al espejo, parezco ya estar listo. El olor de la loción ha alborotado a los murciélagos que revolotean a mis espaldas, haciéndole cortejo a las extremidades de una bestia, que salen de la espesura de los árboles.

El inusual frío del exterior me obliga a ceñirme al traje que me ultraja la piel desnuda. Las huellas me arden a medida que piso. El taxista me entrega el cambio. Las raíces siguen mi rastro a lo largo de la acera, los semáforos titilan entre enredaderas, los automóviles llenos de serpientes avanzan al compás de esta llovizna menuda y perenne sobre la extensión de la tierra. Los salvajes pasos de la bestia se escuchan a lo lejos.

Me interno en el aeropuerto hecho de fango. Los peregrinos van de aquí para allá, mientras los árboles más educados se deslizan sobre sus raíces entrando a gachas por la puerta y los más insolentes irrumpen por paredes y ventanas con sus iracundas ramas. De pared a pared cuelga una colosal red de fibras plateadas. Las puertas del fondo se descubren para dar paso a las arañas que van atinando las últimas puntadas, terminando de hilar el rostro frente a mí.

Desde sus pómulos estirándose, una sonrisa, acompañada de un insonoro Ernesto difuminado en los labios.

Mi cabeza asocia el nuevo rostro con el esperado y libera de mi boca un reprimido:

–          ¡Antonia!

Y entonces corro hacia ella y me tiro a sus brazos, cerrando los ojos en el instante de un beso profundo. Bajo mis zapatos el suelo cenagoso se acomoda en un charco insondable junto a los pilares del aeropuerto y la cálida sombra de la bestia que hace sisear las hojas de los árboles. El cuerpo de ella se me deshace en el abrazo, como si fuese polvo arrumado por años, desperdigado en un estallido de luz que se derrama sobre mis ojos y me obliga a abrirlos.

La telaraña es del tamaño de una plaza. Desperté, y estoy de nuevo en la húmeda selva hecha índigo donde resido con mi verdugo. Los árboles a los costados, otorgándole firmeza a la inmensa red, no han cambiado y tambalean de un lado a otro, como diciendo “adiós”.  La bestia ansiosa de saberme despierto, hinca sus poderosos colmillos en mis ingles y engulle nuevamente parte de mí.

Un viento maloliente se asoma y pasa como una ola sobre los enjambres, rozando la realidad de mi carne expuesta y dentro de mis párpados vuelve a dibujarse el rostro de mi amada Antonia.

 

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